

"Así como hay un celo amargo que es malo, que separa de Dios y conduce al infierno, así también hay un celo bueno que aparta de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Por tanto, practiquen los monjes este celo con el más ferviente amor, es decir, que “se anticipen a honrarse mutuamente”, soporten con la mayor paciencia sus defectos corporales o espirituales, ríndanse a porfía mutua obediencia.
Ninguno persiga lo que estima útil para sí, sino más bien lo que es útil para el prójimo, cumplan castamente con el deber del amor fraterno, teman a Dios con amor, quieran a su abad con amor sincero y humilde, no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual se digne conducirnos todos juntos a la vida eterna" (RB 72).